Miseria social, grandeza artística
![]() |
Wozzeck (© Salzburger Festspiele / Ruth Walz) |
La actualidad de la obra de teatro Woyzeck es dolorosa. Hablamos de una obra original del dramaturgo Georg Büchner (1813-1837) que nunca llegó a publicar y que fue reconstruida tras su muerte con fragmentos escritos por el autor sin conocer su orden exacto. Así, su consideración habitual de "obra inconclusa" podría llevarnos a pensar en una obra sin final original, pero su misterio va más allá. El debate entorno a la secuencia de las escenas sigue abierto hoy en día. Además, se basa en un asesinato real, acaecido en Leipzig, con la muerte de una mujer a manos de su amante, barbero de profesión, sin motivo conocido, y envuelto en la hipótesis de una enajenación mental del asesino. Büchner se inspiró en el debate social sobre la responsabilidad en la enfermedad mental añadiéndole a su Woyzeck una vulnerabildad social que le lleva a cobrar un sobresueldo como objeto de los experimentos pseudocientíficos de un médico sin escrúpulos. La violencia fruto de la frustración que lleva a Woyzeck al asesinato de su mujer Marie, la explotación, y, por tanto, la crítica social, están hoy a la orden del día.
El compositor Alban Berg vió la obra representada en 1914 y quedó tan impresionado que la convirtió en una sublime ópera en tres actos musicalmente muy avanzada. Finalizada en 1922, añade el drama de la Primera Guerra Mundial, "la gran guerra", como se la llamó entonces. La miseria humana siempre teñida de ridícula épica. La ópera se titula Wozzeck , una obra maestra de la atonalidad, y se estrena con gran éxito en 1925 en la Staatsoper Unter den Linden de Berlín.
Büchner, Berg y ahora William Kentridge, el artista sudafricano que proporciona su maravilloso prisma plástico en una puesta en escena que llega al Gran Teatre del Liceu de Barcelona creando uno de los momentos más sublimes e inspiradores que recuerdo. No hace mucho tiempo, en octubre de 2020, el CCCB mostró una exposición antológica de su obra, un deleite sin fin de dibujos, cortometrajes y tapices, muestra de una manera muy personal de comprender el mundo, porque lo comprende, de eso pueden estar muy seguros, con unos trazos vivos, crudos, nerviosos, abiertos, y certeros como pocos. Tonos oscuros sobre fondos claros, la luz, pero sin duda mucho túnel. Y Kentridge tiende la mano a Wozzeck en su frustración, su explotación, su debilidad, las voces que lo empujan y su violencia definitva, irremediable como la luna roja que lo acusa a ojos del mundo. La obra de Kentridge con Wozzeck es una secuencia de momentos escénicos memorables, repletos de detalles, obras inolvidables proyectadas sobre la estructura miserable de madera podrida sobre la que camina la tragedia humana como aquella Romería de San Isidro de Goya de 1923. Ahí está todo, como en Kentridge.
La parte musical fue soberbia. El maestro Josep Pons condujo la Orquesta Sinfónica del Gran Teatre del Liceu con pulso y sensibilidad impecables. Maravilloso, doliente, Matthias Goerne en el papel de Wozzeck, y qué Marie nos regaló la gran Annemarie Kremer, ambos dejando en nuestra memoria la prueba inequívoca de que la belleza es posible y, a veces, casi podemos tocarla, o escucharla. La escena final con el hijo de Wozzeck y Marie, un títere, una obsesión en el arte de Kentridge (cómo olvidar sus gigantes títeres en sus montajes de Monteverdi), cuando inocente, sin comprender la tragedia, dice que han encontrado a su madre muerta, con esos tonos infantiles con un fondo que nos recuerda que el drama sigue ahí, listo para perpetuarse, nos devuelve a las muertes de mujeres que nos asolan día tras día. Y tras el abrupto final, Kentridge subió al escenario. Y ya se le echa de menos. Gracias, maestro.
Un texto de Juan Carlos Romero
Fotografías © Salzburger Festspiele / Ruth Walz
Cortesía de Gran Teatre del Liceu de Barcelona